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jueves, 31 de mayo de 2012

Delhy Tejero expulsada de nuestra historia artística


Adela Tejero Bedate, conocida como Delhy Tejero (Toro, Zamora, 22 de febrero de 1904– Madrid, 10 de octubre de 1968) fue una pintora española que desarrolló gran parte de su obra en su ciudad natal, en Madrid y en París. 

Nacida en Toro, Zamora, su padre era secretario del Ayuntamiento de Toro. Perdió a su madre nada más nacer. De joven asiste a clases de dibujo en la Fundación González Allende, ubicada en la ciudad de Doña Elvira. En 1925 marcha a Madrid e inicia la carrera de arte, que compatibiliza con su asistencia al colegio San Luis de los Franceses En 1932 se le concede la Medalla de Artes Decorativas en la primera Exposición Nacional a la que se presenta, realizando al año siguiente su primera exposición individual en el Círculo de Bellas Artes de Madrid. En 1934 comienza a impartir clases en la Real Academia de San Fernando. Al acabar la guerra civil española se instala en París, para volver a España, en este caso a su ciudad natal en 1943, año en el que fallece su padre. Cada vez más encerrada en sí misma, participa en algunas exposiciones, como la I Exposición Internacional de Pintura Abstracta, celebrada en Santander en 1958. Durante sus últimos años, alterna su residencia entre Toro y Madrid, ciudad en la que muere con 64 años. Una mujer delgada, vestida de negro, con el salvoconducto en la mano, un papel que luce bien visible la fecha –1937, Año de la Victoria–, atraviesa un lluvioso día de octubre la frontera de Irún camino de Francia. Adela Tejero, Delhy, una pintora formada en el academicismo de Romero de Torres y Moreno Carbonero, escapa de la miseria moral de un país en guerra. “Las maletas no se enfrían nunca para mí. Parece que en mi destino tengo siempre un equipaje a punto para escapar…”, escribe en su cuaderno. “No soporto la guerra, no resisto el ruido de la muerte que traen cada mañana los aviones. Y ahora España huele a sangre, a sangre y a mortaja. Ya no huele a naranjas ni a leche recién hervida... Una muchacha y una maleta como dos peregrinas, tirando una de otra… Pero me queda el consuelo de la pintura. Y para mí la pintura es la vida… Trabajaré hasta que me extenúe, hasta que se me adelgacen las fuerzas, tanto, que ya no pueda sostenerme ni sostener el pincel, pero entonces sería capaz de pintar mentalmente para que los dibujos sean ideales, para que nunca se puedan transportar hasta la miseria material de la tela o el muro”. Delhy Tejero, la pintora errante, la mujer que no se reconocía en ninguna corriente estética, que investigaba, buceaba en el surrealismo, en la abstracción, en el realismo, vuelve cien años después a la vida pública. Exposiciones en Zamora y en Madrid muestran lo mejor de una artista desconocida, expulsada de nuestra historia artística.



“Sentía una aversión instintiva al franquismo, no quería colaborar. Tenía la rebeldía del artista, pero podría haber sido la Ávalos del régimen”



“Delhy Tejero no fue  una exiliada moral del franquismo.



“Fue una mujer muy libre, pero la religión la destrozó y la guerra la rompió”, asegura su sobrina, María Dolores Vila, volcada desde hace tiempo en la tarea de rescatar del olvido la figura de Delhy. “Si yo no hubiera nacido en Toro…”, se lamenta la pintora en sus diarios. La ciudad zamorana la marcó a fuego. Allí vivió sus primeros años, entre curas y frailes –“el ámbito natural de mi abuelo eran los escolapios, los mercedarios; luego estaban las visitas al cementerio todos los domingos, para rezar ante la tumba de su madre. Era un ambiente muy restringido”–. Años después, las pinturas costumbristas de Delhy reflejarían esa sociedad, los trajes de las zamoranas ricas, el camino del cementerio, las tierras onduladas de Castilla.

En 1925, una jovencita Adela Tejero logra el permiso paterno y se traslada a Madrid. Las enseñanzas academicistas le inspiran terror: “Toda la vida estuvo contra mí la Escuela de San Fernando con un profesorado anticuado” –se refiere a Romero de Torres, Blanco Coris o Moreno Carbonero–. Acabada su formación, consigue una beca para ampliar estudios de pintura mural. Entra en la residencia de señoritas de María Maeztu, vinculada a la Residencia de Estudiantes. Las turbulencias políticas obligaban a las pupilas de la señora Maeztu a esconderse cuando cambiaba el Gobierno. La residencia repartía a las chicas por casas particulares, y a Delhy le tocaba habitualmente en casa de don Ramón del Valle-Inclán. Con su amiga Josefina Carabias ofrece sus dibujos a periódicos y revistas, y decora algunos establecimientos madrileños en un ostentoso estilo art déco, como, por ejemplo, la perfumería que tenían los padres de Rosario Nadal, la primera mujer de Cela, en los bajos del Palacio de la Música de la Gran Vía de Madrid.

En 1931 consigue la cátedra de Pintura Mural de la Escuela de Artes y Oficios, en Madrid. En uno de los rascacielos de la Gran Vía madrileña, el edificio de La Prensa, en la plaza del Callao, Delhy consigue un estudio propio (lo conservaría hasta su muerte, en 1968) y pinta los techos del cine instalado en los bajos del inmueble. Con dinero y amores, la artista decide pasar un verano africano. Es el año 1936. El 18 de julio emprende viaje de regreso a España desde Tetuán, donde las autoridades le indican que no puede volver a España porque ha estallado una revuelta militar. Escribe en su diario una frase absurda: “Qué lata, 400 kilómetros para nada”. Sola y sin dinero, pasa cerca de dos meses en Fez, hasta que a mediados de septiembre consigue volver a España desde Casablanca, por Lisboa, hasta Salamanca, donde, paradojas de su vida, la detienen por espía. Delhy Tejero, morena, guapa, libre y siempre solitaria, vestía de forma extravagante –ella misma se diseñaba los vestidos–, fumaba en boquilla, llevaba las uñas pintadas de un rabioso color azul marino y su aspecto era llamativo. Una mujer como ella, sola, en la plaza Mayor de Salamanca, la capital de un victorioso general Franco, un hervidero de militares y falangistas, a la fuerza había de despertar atención y comentarios. Mientras espera pacientemente la salida del coche de línea para Toro, se le acercan dos hombres de la policía secreta y le dicen que les acompañe discretamente y sin resistencia al Gobierno Civil. Cuando Delhy muestra su documentación, todo se vuelve más complicado. Procede de Casablanca. En su pasaporte consta que ha salido de Madrid y vuelve por Marruecos. Los militares no se creen que sea una señorita de Toro y la ponen a prueba: “¿Conoce usted a Jerónimo X…?”. “Sí, señor”, responde ella, “es tratante de cerdos y vive enfrente de mi casa de Toro”. Prueba superada. El gobernador civil es quien se encarga de llevarla en su coche hasta Toro.

Delhy se encuentra con los amigos de la juventud (Suevos, García Viñolas...) instalados en el nuevo régimen, mientras ella no puede volver a Madrid, ni a su estudio ni a su cátedra dotada por la República. Gracias a un amigo, le ofrecen un trabajo en Salamanca, posiblemente en la universidad, pero no soporta el clima franquista y se vuelve a Toro, donde trabaja como profesora de dibujo y le encargan la decoración del hotel Condestable, en Zamora. Pilar Primo de Rivera le pide que decore el castillo de la Mota. Se niega. “Tenía una especie de aversión instintiva al franquismo, aunque ella no era en absoluto roja; sólo republicana, que era en lo que se había formado. Pensaba que aquella guerra iba a durar poco y no se quería involucrar. Tenía la rebeldía del artista. Podría haber sido la Ávalos (el escultor que hizo el Valle de los Caídos) del régimen”, asegura su sobrina María Dolores Vila.

Cuando cobra el mural del condestable, pide permiso a la autoridad para viajar a Italia. Llega hasta Florencia, y allí trabaja y estudia la pintura mural. Pero aquel ambiente le parece provinciano. Ve de nuevo uniformes, camisas negras, y no lo soporta. Odia la Italia fascista. Errante otra vez, viaja a Nápoles, y a Capri. “Tengo que irme de los sitios para echarlos de menos”, escribe. Duda entre instalarse en América o en Francia. Opta finalmente por París.

Es el año de la Exposición Universal. Delhy se acerca a visitar el pabellón español –“me encontré con los artistas, hablé con ellos de nada, lo vi bien y estuve sufriendo por la pobre España”– y se presenta a Picasso (más de una vez lo recuerda en sus cuadernos y se lamenta de no haber fomentado su amistad). En la capital francesa toma contacto con lo que ella llama “los artistas de la miseria”, “los mediocres de San Fernando”. Y escribe: “Distingo con sólo verlos a los que son de derechas”. Se mueve entre exiliados y traba amistad con la pintora Remedios Varó y con Óscar Domínguez, quien la introduce en el surrealismo. Delhy Tejero se encuentra a gusto en París, con los ojos abiertos a las nuevas corrientes pictóricas. Participa en la gran exposición surrealista que organiza André Breton en febrero de 1938.

Vende algunas pinturas y retratos, y sobrevive con dificultad. Echa de menos a su familia y se refugia en su nuevo amor, un pintor italiano, Bianchi, quien la introduce en la Escuela Teosófica. Delhy reniega del surrealismo, borra sus huellas y su pintura se llena de motivos religiosos. En París se escuchan rumores de guerra. Los alemanes están a punto de pactar con el Gobierno de Vichy. Algunos amigos aconsejan a Delhy que se vaya de allí: “Con su aspecto de semita, se la llevarán enseguida...”, le advierten. Regresa a España, de donde ya no saldrá, el 28 de agosto de 1938.

La frescura de París se marchita en cuanto la pintora pone un pie en la ciudad zamorana de Toro. Se da de bruces con la realidad: compañeros muertos, en el exilio o instalados en el régimen franquista, y “Delhy no era ninguna heroína, sólo una exiliada moral, aunque sin convicciones políticas”. Regresa a Madrid y se encuentra con un expediente por haber abandonado sin permiso sus clases en la Escuela de Artes y Oficios. Los cuadernines en los que escribía sus pensamientos más íntimos se llenan en esa época de anotaciones desesperadas: “Desde pequeñita he sido vieja… Recuerdo estar triste y atormentada porque era vieja”.


Poco a poco, retoma su actividad y los encargos se suceden. Pinta iglesias (retablo de la iglesia del Plantío, en Madrid), cines, un comedor de auxilio social, gana el concurso para pintar el mural del Ayuntamiento de Zamora..., y en 1953 es la única pintora que participa en la exposición de arte abstracto de Santander junto a nombres de la vanguardia como Saura o Millares. La crítica la respeta. Camón Aznar o Lafuente Ferrari escriben maravillas de su pintura, pero Delhy Tejero siempre se queda a las puertas de algo. Le prometen premios que no le dan. En 1965, el Premio Nacional de Pintura se lo arrebata Daniel Vázquez Díaz. Se siente ninguneada. “Yo creo que les molestaba su independencia”, asegura María Dolores Vila.

La vida de Delhy Tejero entra en una espiral neurótica. Se oculta detrás de gafas negras, a lo Ava Gardner; se niega a que le hagan fotografías y, con tal de no decir su edad, niega entrevistas, citas…; lo que sea para preservar una coquetería enfermiza. “Cuando murió, en 1968, me hizo prometer que destruiría todos sus documentos donde aparecía su fecha de nacimiento”. Tenía 64 años . Décadas después le llegan los homenajes póstumos: exposiciones antológicas, conmemoración del centenario de su nacimiento, y   en Madrid una muestra de sus ilustraciones. Delhy Tejero, la pintora surrealista, informalista, figurativa, la mujer que tenía pena de su nombre, lo dejó escrito: “Cuando me muera, no me gustaría que me pusieran flores en mi tumba porque las raíces me llegarán a los ojos y me entrarán por la boca…”.

Texto de Maria Siguero.

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