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viernes, 6 de septiembre de 2013

María de las Mercedes Magadán Barcia



Mi mamá

  Mi mamá, doña María de las Mercedes Magadán Barcia, era una fuerza de la naturaleza. Menuda, morena, muy bella, con una personalidad que jamás pasaba desapercibida, una inteligencia excepcional y un carácter de tres pares de narices. Un ser que, por instinto primero y conocimiento después, saltó sobre todos los prejuicios que le imponía la educación de una España tan gris como sangrienta y cruzó los mares sin billete, sin dinero, sin pasaporte, sin saber adónde iría a parar, con sus veinte y pocos años, detrás de aquel anarquista soñador que no podía respirar el mismo aire que el tirano.
Juntos emprendieron un viaje del que no regresarían. Siempre con la mirada allende el inconmensurable océano, pensando continuamente en esa España que siguió gris y triste tanto tiempo.
Ella sola podía contra todos los elementos: las desgracias, las pérdidas, la inseguridad económica, sus tres hijas, la depresión de su hombre por haber perdido una guerra, el paso de los años. Lo que peor llevaba era la nostalgia, ese sentimiento extraño que nos hace añorar lo que en realidad no conocimos y la llegada de las cartas que esperaba con temor, impaciencia y cierta alegría infantil por saber de los suyos.
Mi madre hacía buñuelos de viento con un huevo y un poco de harina cuando no había nada que poner en esa masa que, a mí, me resultaba deliciosa. No era una mamá al uso, ni una mujer típica de los cincuenta o los sesenta. Odiaba cuanto tenía que ver con una casa. Prefería aferrarse a sus lecturas demostrándonos con la práctica que no había nada más importante que saber. En casa faltaba de todo, excepto libros. Mis premios por buen comportamiento eran, por supuesto, libros, lo que más me gustaba en la vida.
No lo tuvo nada fácil. Mis padre y mi madre no sólo no hicieron la América, sino que las Américas, el Río de la Plata, los moldearon a su modo y semejanza, con sus vaivenes y sobresaltos.
Ella, que venía de un familia católica y conservadora a ultranza, entendió bien pronto la división del mundo y se puso del lado correcto: el de los desposeídos. Cuando mi padre se fue muy pronto, demasiado pronto, tomó enseguida su lugar y defendió sus ideas desde el sindicalismo. Siempre al frente de las manifestaciones del gremio de judiciales, siempre recibiendo palos. Hasta de la Iglesia acabó apostatando, asumiendo el discurso de su hombre contra los abusos de esa institución retrógrada. Como quien pide permiso por algo, decía siempre que creía en su Virgencita de Covadonga, patrona de los mineros, que nunca le había fallado.
Se puso al mundo por montera e hizo de su capa un sayo. Mi padre hablaba de la libertad. Mi madre, la ponía en práctica. La libertad que la llevó a trasmutarse en golondrina, siempre en busca del arca perdida, siempre intentando avizorar el horizonte de esa Ítaca que solo existía en su imaginario y que la impulsaba (los impulsaba, nos impulsaba) constantemente a la aventura.
Así cruzamos las grandes y las pequeñas aguas, varias veces. Siempre sin dinero, a veces sin pasajes. Aplicaba así su propio sentido de lo justo. ¡Tantas veces me recuerdo de niña sentada en las escaleras del Palacio Estévez porque mi madre recurría al presidente de turno en Uruguay para reclamarle por lo que fuera! Al presidente, nada menos, sin reparar en gastos... Y cuando se vino de Argentina a poner libros en la Muralla de Lugo, como una más de las maravillosas mujeres (y hombres) que hicieron posible esa odisea.
Con su inteligencia e instinto particular defendió toda su vida lo que consideraba de su incumbencia. Apostó por la utopía y, con todas sus contradicciones de clase, convivió como pudo con un mundo que cada vez se parecía menos a sus sueños. Apenas hablaba de lo que sentía, de lo que en verdad la entristecía, pero sabía vivir disfrutando de las pequeñas cosas como decía ella: “a mi manera”.
Siempre sentí que, por mucho que yo hiciera, jamás iba a rozar las hazañas de mi madre. Como un día en una cafetería del centro de Buenos Aires, en plena dictadura, cuando vio entrar a un muchacho en estado de shock, temblando de miedo con un paquete en la mano. Entendió al instante la situación que yo, una militante consumada, no atiné a resolver. Llamó al chico, le quitó literalmente el paquete y se sentó sobre él. El chico desapareció agradeciéndoselo con la mirada. Al momento, el lugar se llenó de milicos que no encontraron su objetivo. Por alguna razón, ni nos pidieron los documentos, ni se acercaron a nosotras. Mi madre siguió tomando su café con leche con medialunas y riéndose de la faena que nos podía haber costado la vida. No dudó ante la disyuntiva de salvar o no a un desconocido, en un momento en el que la mayoría de la gente se desvinculaba de todo por pánico o cobardía.
Mi mamá, doña Mercedes, Maruja para todo el mundo, Marujita para mi padre, se ha ido como quería: soñando. La voy a echar de menos el resto de mi vida y no sé de dónde sacaré la fuerza para dejar de ser rama y ser por fin tronco. Porque mi fuerza venía de ella.


   Ojalá existiera ese paraíso en el que no creo, porque allí estaría ella dirigiendo la batuta, poniendo orden y canturreando por lo bajo el Asturias Patria querida.

Luz Darriba

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