Mi mamá
Mi mamá, doña María de las Mercedes Magadán Barcia, era una fuerza de la naturaleza. Menuda, morena, muy bella, con una personalidad que jamás pasaba desapercibida, una inteligencia excepcional y un carácter de tres pares de narices. Un ser que, por instinto primero y conocimiento después, saltó sobre todos los prejuicios que le imponía la educación de una España tan gris como sangrienta y cruzó los mares sin billete, sin dinero, sin pasaporte, sin saber adónde iría a parar, con sus veinte y pocos años, detrás de aquel anarquista soñador que no podía respirar el mismo aire que el tirano.
Juntos emprendieron un viaje del que
no regresarían. Siempre con la mirada allende el inconmensurable
océano, pensando continuamente en esa España que siguió gris y
triste tanto tiempo.
Ella sola podía contra todos los
elementos: las desgracias, las pérdidas, la inseguridad económica,
sus tres hijas, la depresión de su hombre por haber perdido una
guerra, el paso de los años. Lo que peor llevaba era la nostalgia,
ese sentimiento extraño que nos hace añorar lo que en realidad no
conocimos y la llegada de las cartas que esperaba con temor,
impaciencia y cierta alegría infantil por saber de los suyos.
Mi madre hacía buñuelos de viento
con un huevo y un poco de harina cuando no había nada que poner en
esa masa que, a mí, me resultaba deliciosa. No era una mamá al uso,
ni una mujer típica de los cincuenta o los sesenta. Odiaba cuanto
tenía que ver con una casa. Prefería aferrarse a sus lecturas
demostrándonos con la práctica que no había nada más importante
que saber. En casa faltaba de todo, excepto libros. Mis premios por
buen comportamiento eran, por supuesto, libros, lo que más me
gustaba en la vida.
No lo tuvo nada fácil. Mis padre y
mi madre no sólo no hicieron la América, sino que las
Américas, el Río de la Plata, los moldearon a su modo y semejanza,
con sus vaivenes y sobresaltos.
Ella, que venía de un familia
católica y conservadora a ultranza, entendió bien pronto la
división del mundo y se puso del lado correcto: el de los
desposeídos. Cuando mi padre se fue muy pronto, demasiado pronto,
tomó enseguida su lugar y defendió sus ideas desde el sindicalismo.
Siempre al frente de las manifestaciones del gremio de judiciales,
siempre recibiendo palos. Hasta de la Iglesia acabó apostatando,
asumiendo el discurso de su hombre contra los abusos de esa
institución retrógrada. Como quien pide permiso por algo, decía
siempre que creía en su Virgencita de Covadonga, patrona de los
mineros, que nunca le había fallado.
Se puso al mundo por montera e hizo
de su capa un sayo. Mi padre hablaba de la libertad. Mi madre, la
ponía en práctica. La libertad que la llevó a trasmutarse en
golondrina, siempre en busca del arca perdida, siempre intentando
avizorar el horizonte de esa Ítaca que solo existía en su
imaginario y que la impulsaba (los impulsaba, nos impulsaba)
constantemente a la aventura.
Así cruzamos las grandes y las
pequeñas aguas, varias veces. Siempre sin dinero, a veces sin
pasajes. Aplicaba así su propio sentido de lo justo. ¡Tantas veces
me recuerdo de niña sentada en las escaleras del Palacio Estévez
porque mi madre recurría al presidente de turno en Uruguay para
reclamarle por lo que fuera! Al presidente, nada menos, sin reparar
en gastos... Y cuando se vino de Argentina a poner libros en la
Muralla de Lugo, como una más de las maravillosas mujeres (y
hombres) que hicieron posible esa odisea.
Con su inteligencia e instinto
particular defendió toda su vida lo que consideraba de su
incumbencia. Apostó por la utopía y, con todas sus contradicciones
de clase, convivió como pudo con un mundo que cada vez se parecía
menos a sus sueños. Apenas hablaba de lo que sentía, de lo que en
verdad la entristecía, pero sabía vivir disfrutando de las pequeñas
cosas como decía ella: “a mi manera”.
Siempre sentí que, por mucho que yo
hiciera, jamás iba a rozar las hazañas de mi madre. Como un día en
una cafetería del centro de Buenos Aires, en plena dictadura, cuando
vio entrar a un muchacho en estado de shock, temblando de miedo con
un paquete en la mano. Entendió al instante la situación que yo,
una militante consumada, no atiné a resolver. Llamó al chico, le
quitó literalmente el paquete y se sentó sobre él. El chico
desapareció agradeciéndoselo con la mirada. Al momento, el lugar se
llenó de milicos que no encontraron su objetivo. Por alguna razón,
ni nos pidieron los documentos, ni se acercaron a nosotras. Mi madre
siguió tomando su café con leche con medialunas y riéndose de la
faena que nos podía haber costado la vida. No dudó ante la
disyuntiva de salvar o no a un desconocido, en un momento en el que
la mayoría de la gente se desvinculaba de todo por pánico o
cobardía.
Mi mamá, doña Mercedes, Maruja
para todo el mundo, Marujita para mi padre, se ha ido como quería:
soñando. La voy a echar de menos el resto de mi vida y no sé de
dónde sacaré la fuerza para dejar de ser rama y ser por fin tronco.
Porque mi fuerza venía de ella.
Ojalá existiera ese paraíso en el
que no creo, porque allí estaría ella dirigiendo la batuta,
poniendo orden y canturreando por lo bajo el Asturias Patria
querida.
Luz Darriba
Luz Darriba
No hay comentarios:
Publicar un comentario