A MI MADRE
El 16 de mayo de 2014 murió en Valencia (España) a los
noventa y seis años Vicenta Pérez Doñate. Su nombre no dirá nada a nadie salvo
a su familia, y aún en ella, solo a sus descendientes, pues, excepto una
hermana, todos sus “contemporáneos” habían ido precediéndola en ese puzle de
ausencias. Era mi madre.
Me invitáis a rememorarla en
este blog “Nosotras heroínas”, y eso hace que me ponga a escribir con los ojos
nublados y la emoción a flor de piel. ¿En qué sentido mi madre fue una heroína?
No hizo nada que vaya a figurar en los libros de historia, ni salió nunca en
los periódicos, excepto ahora en su esquela. Perteneció a ese linaje de mujeres
invisibles de las que procedemos, mujeres entregadas a su familia, que no
escatimaron desvelos y atenciones a los suyos, esas mujeres insignificantes y
grandiosas a las que les debemos todo. Lo comenté en un post, yo quería ser
diferente, pero ahora comprendo que nuestra lucha por forjar otro horizonte es
también un homenaje a ellas.
Mi madre nació en Barracas, un
pequeño pueblo de Castellón, niña aún se trasladó a Valencia, donde sus padres
abrieron un ultramarinos. A los catorce años conoció a mi padre, José Rodríguez
Rico, se enamoraron de una forma tan tierna y romántica que mi padre estaba
convencido de que lo que les pasaba a ellos no podía ser igual a lo que les
ocurría a los demás, que era algo extraordinario y único. Y debía ser cierto,
porque mi madre estuvo enamorada de él hasta el último momento, a pesar de que
había fallecido ahora hace cuarenta años.
Mi madre quería ser maestra,
pero mi abuelo decía que las maestras eran unas esclavas que mantenían a los
maridos, y no ellos a sus mujeres, como debía ser. Así que como le gustaba la
costura, estudió corte y confección por el sistema Martí.
La guerra civil les sorprendió
en plena juventud, y cuando mi padre fue llamado a filas, decidieron casarse,
con diecinueve y veinte años. No les cabía en la mente la idea de separarse o
de esperar al fin de la contienda para comenzar una vida en común. Mi madre le
siguió a Barcelona, cuando él fue destinado allí, a los reflectores
antibombardeos y posteriormente a intendencia. Con un hijo, Pepín, volvieron a
Valencia en los últimos estertores bélicos. A los pocos años tuvieron otro
hijo, Vicente, y la vida de mi madre se circunscribió a la esfera familiar.
Cuidó a sus suegros y a sus padres, y a sus cuñados más jóvenes cuando sus
progenitores fallecieron. También se hizo cargo de mi tía Marieta, que había
tenido la meningitis de pequeña y quedó siempre como una niña minusválida. Todo
le tocaba a ella –decía más tarde.
Yo nací como una sorpresa
tardía, cuando mis hermanos tenían 19 y 14 años, y mi madre 39. Pero su anhelo era tener una niña, y fui la ilusión cumplida. Yo
me sentía como una princesita colmada de halagos.
Recuerdo las tardes haciendo los
deberes en la mesa camilla, mientras mi madre cosía o hacia punto de media.
Oíamos las novelas, siempre protagonizadas por Pedro Pablo Ayuso, Matilde
Conesa y Matilde Vilariño. Yo tomaba mi cola-cao con la canción de fondo de
“Aquel negrito del África tropical…”). Cuando pusieron “Fray escoba” las dos
acabábamos llorando, ella contenida, yo desconsolada. Más tarde, también
escuchábamos el Consultorio de Elena Francis. Mi tía Pili y su marido venían
muchas tardes y fines de semana. En vacaciones, los martes la acompañaba al
mercadito, y otros días íbamos a Lanas
Aragón, Galerías Martín, Marina… Mi madre rebuscaba en los
retales, elegía cuidadosamente las telas, que después convertía en preciosos vestidos.
Yo, más que compartir sufría su
afán por la costura. De pequeña, copiaba los modelos, y me vestía como una
muñeca. Aún recuerdo con horror unas braguitas de perlé, hechas a ganchillo y
para mi desgracia supongo que hasta algo almidonadas. Me aburría en las pruebas, para mí
interminables, en las que lo que más me preocupaba es que no me clavará un
alfiler. Ella estaba decidida a hacerme una mujercita, y cuando ya tuve edad,
por las tardes de vacaciones, antes de salir a jugar, me obligaba a hacer media
hora de labor. Los dobladillos me salían torcidos, la tela en el bastidor se
quedaba grisácea, y a las pocas vueltas la lana estaba tan apretada que no
podía meter las agujas de media. Temía que me convirtiera en un chicazo, y por
eso celebraba cuando mi padre me traía muñecas de la feria, pero yo prefería
las pistolas, y en cuanto podía me disfrazaba de indio. No me gustaba el mundo de las mujeres,
prefería el de los hombres pues pensaba que ellos hablaban de las cosas
importantes, aunque después eso se limitaba a los negocios, el futbol y poco
más. Supongo que esta distancia que se manifestaba en nuestras preferencias le
causó cierta decepción, yo no era el tipo de niña que ella había soñado, no
quise aprender ballet y siempre andaba “tumbadaza” con un libro en las manos.
Con la adolescencia notó que yo me escapaba cada vez más del universo que ella
controlaba.
En 1974 murió mi padre. Ella
tenía 56 años y yo 17. Para mi madre fue devastador, también para mí, pero de
otra manera. Ella se encerró en casa y yo trataba de huir en busca de mi
libertad. Estuvo años sin salir, vestida de negro, en un sillón, ausente,
embebida en sus labores, y con la televisión como permanente presencia. Cada
vez más ajenos nuestros mundos. Bien cierto que nos tenía a nosotros, sus
hijos, sus nietos… Poco a poco se fue reintegrando a sus amigas, salía a un
centro donde jugaban a las cartas, iban de rebajas. Fue reconstruyendo su vida
en la soledad, autónoma y hacendosa. Entre tanto yo había acabado la carrera y
saqué unas oposiciones a cátedra de instituto que me llevaron siete años a
Alicante. En 1988 tuvieron que operarme
de unos quistes en los ovarios, y ella se vino allí a cuidarme. Cuando la ví
coger el autobús para volverse a Valencia, me entró un desconsuelo tan grande
que me puse a llorar como una tonta en la estación. La falsa distancia interior
se había hecho añicos, yo era una niña grande y ella, como siempre, a mi lado,
mi madre.
Al poco llegó la buena noticia, tras muchos años de relación y unos pocos de matrimonio,
por fin: estaba embarazada. La llegada de Joaquín estrechó nuestros lazos, se
me hizo imprescindible. A mí me habían dado el traslado a Valencia, y ella iba
cada día a casa a cuidar del bebé, siempre estaba disponible. Los veranos se
venía con nosotros, jugaba con su nieto, lo paseaba… Con setenta y tantos años
era incansable, siempre en la cocina preparando los platos que nos gustaban.
Yo me había convertido en una
mujer muy diferente a ella, pero mi falta de pericias femeninas estaban disculpadas, se sentía muy orgullosa de mí,
enseñaba mis libros, mis fotos, los recortes de prensa… Tenía a toda su familia
que iba creciendo, y creo que puedo decir, que, una vez superada la muerte de
mi padre, durante muchos años volvió a ser una mujer feliz. Tal vez porque no
pedía nada para ella, sino ver bien a los suyos.
Vivió sola hasta los noventa,
aunque los anteriores inviernos los pasaba en mi casa, pero en verano volvía a
la suya. A los noventa y dos tuvo una caída y todo se torció, poco después una
fuerte medicación contra el lumbago le causó una insuficiencia respiratoria y
los médicos nos dijeron que se moría. Por fortuna salió de aquello, pero ya no fue la misma. Entonces se vino a vivir
conmigo y contratamos a una asistenta que
estuviera pendiente de ella las 24 horas del día, pues nosotros teníamos que
trabajar. Este periodo ha sido el de su paulatina decadencia, sin embargo para mí se ha convertido, aún con la tristeza de
verla decaer, en el más entrañable. He aprendido de nuevo a besarla, a mimarla,
y ha sido un privilegio poder devolverle un poco del cuidado que ella siempre
me deparó. Recuerdo que, cuando era pequeña, las amigas, las vecinas, al verla
conmigo, le decían: “qué bien, después de dos chicos, una niña, para que te
cuide cuando seas mayor”. Yo me veo en contrapicado, desde mi corta estatura
mirando hacia las que hablaban, y sintiendo algo parecido a la angustia, como
si me pronosticaran un futuro hipotecado. Ahora sé que lo he hecho, no como una
obligación, sino con la necesidad de demostrarle todo el amor que le he tenido,
que le tengo, que te tengo, mamá, ahora que no estás, y que solo puedo pensar
que fuiste buena, íntegra, abnegada, la mejor madre que pude tener.
Tu hija Rosa Mari
Rosa María Rodríguez
Magda.