Esmeralda Herrera tenía 15 años la última vez que
fue vista con vida, el 29 de octubre de 2001, en Ciudad Juárez, esa zona
caliente de la frontera norte mexicana, plagada de maquilas y mafias narco,
portal para la emigración legal e ilegal a los Estados Unidos por su
estratégica ubicación exactamente frente a El Paso, Texas. Esmeralda trabajaba
en un domicilio privado, como empleada doméstica. Cuando al día siguiente su
mamá recurrió a las autoridades para presentar una denuncia por su
desaparición, le dijeron que tenía que esperar 48 horas. El cadáver de
Esmeralda fue encontrado, junto con otros restos humanos, una semana después,
el 7 de noviembre de 2001. Por entonces, los informes daban cuenta de que por
lo menos 285 mujeres y niñas habían sido asesinadas en Ciudad Juárez desde principios
de 1993.
Ciudad Juárez se convirtió a comienzos de este
siglo en un símbolo de la impunidad frente a los femicidios, a partir de las
denuncias internacionales de ONG que alzaron su voz frente a la sucesión
imparable de asesinatos de muchachas, víctimas en muchos casos también de
violencia sexual. A las madres que denunciaban las desapariciones de sus hijas
les decían que chicas como “ésas” mueren en todo el mundo, o “se fue con el
novio”, o “se drogó”. Las pesquisas se dilataban, quedaban en la nada. Y los
cadáveres seguían apareciendo.
Cuando la familia de Araceli Fulles denunció su
desaparición el 2 de abril en una comisaría de San Martín, zona caliente del
conurbano, en la fiscalía que intervino caratularon la causa como “averiguación
de paradero”. Como si se hubiera ido por propia voluntad. A los padres de
Micaela García, en Entre Ríos, le habían dicho que lo más probable era que la
joven se hubiera suicidado.
Por la falta de respuesta frente al femicidio de
Esmeralda y de otras jóvenes cuyos cadáveres fueron encontrados en la misma
fosa en Ciudad Juárez, en lo que había sido un campo algodonero, el Estado de
México fue denunciando y condenado en 2009 por la Corte Interamericana de
Derechos Humanos. El histórico fallo fue conocido como Campo Algodonero.
En aquel momento, casi ningún medio –con excepción
de PáginaI12– hablaba de los femicidios que se venían perpetrando en el país y
de la problemática de la violencia machista: aquí mayoritariamente a manos de
la pareja o ex pareja, pero atravesados por el mismo contexto de la
discriminación histórica de las mujeres en la sociedad. Ciudad Juárez parecía
un paisaje lejano. Hoy corroboramos que los patrones se repiten. Cuerpos
descuartizados de chicas del conurbano, enterrados bajo cal, descartados en
bolsas de basura en baldíos y arroyos, donde la trama de la narcocriminalidad
con protección policial parece el hilo que une estas muertes prematuras.
Candela Rodríguez, la niña de 11 secuestrada en 2012; Melina Romero, de 17
años, en 2014; las cuatro adolescentes baleadas en Florencio Varela en febrero
–Sabrina Barrientos, de 15, y Denis Juárez, de 14, que murieron masacradas, y
sobrevivieron Némesis Nuñez, de 15 años y Magalí Pineda, de 16–; y ahora
Araceli, por mencionar solo algunos de los casos que más resonaron en los
medios. Las crónicas se ensañan con las víctimas y se regodean en el morbo, sin
poner foco en el contexto de la violencia machista que es denominador común.
Cuerpos usados y descartados.
El juicio por la muerte de Candela hace agua, a
cinco años del crimen. Una exhaustiva investigación realizada por una comisión
especial del Senado provincial determinó que “el espectacular accionar policial
durante la búsqueda tuvo como objetivo responder a la presión mediática y
desviar la investigación del verdadero territorio en que se desarrollaba el
caso”. Un botón de muestra. En la causa judicial por el femicidio de Melina
Romero no quedan detenidos ni imputados. Tampoco en el expediente de las pibas
baleadas en Varela: la causa ni siquiera tiene fiscal.
El cadáver de Araceli se encontró en la casa de
Darío Badaracco, de 29 años, quien la había visto con vida por última vez. El
joven declaró varias veces en la fiscalía a cargo de Graciela López Pereyra. En
el camión del corralón donde trabaja Badaracco se encontraron rastros de ADN de
la chica. Su domicilio ya había sido (mal) allanado, antes de que se hallaran
sus restos ocultos bajo materiales de construcción. Un policía que participaba
de los rastrillajes es hermano de dos de los siete detenidos en el caso. Otro
botón de muestra.
La Corte IDH dijo en muchas oportunidades que los
Estados tienen un deber de diligencia reforzado en casos de violencia de
género, en función de las obligaciones que surgen de la Convención
Interamericana para prevenir, sancionar y erradicar la violencia contra la
mujer, conocida como Belén do Pará. ¿Cuántos operadores de la Justicia en el
país la habrán leído y estudiado? ¿Cuántos la aplican? Tiene rango
constitucional desde 2011.
“En casos de violencia contra la mujer las obligaciones
generales establecidas en los artículos 8 y 25 de la Convención Americana (de
DD.HH.) complementan y refuerzan, para aquellos Estados que son parte, con las
obligaciones derivadas del tratado interamericano específico, la Convención de
Belém do Pará. (...) De tal modo, ante un acto de violencia contra una mujer,
resulta particularmente importante que las autoridades a cargo de la
investigación la lleven adelante con determinación y eficacia, teniendo en
cuenta el deber de la sociedad de rechazar la violencia contra las mujeres y
las obligaciones del Estado de erradicarla y de brindar confianza a las
víctimas en las instituciones estatales para su protección”, dijo la Corte IDH.
El Estado mexicano fue condenado por no investigar
las desapariciones de mujeres y garantizar impunidad a sus autores. En el fallo
de Campo Algodonero, el tribunal resaltó que, en cuanto toman conocimiento de
la desaparición de una mujer o niña, las autoridades tienen el deber de iniciar
de inmediato una búsqueda exhaustiva, y deben presumir que están con vida.
También están obligadas a considerar el contexto en
el que ocurren los hechos. En Campo Algodonero, la Corte IDH consideró que
existía una práctica extendida de violencia contra mujeres y niñas, y ese
contexto exige “un deber de debida diligencia estricta frente a denuncias de
desaparición de mujeres”. Si se atiende a un contexto de violencia generalizada
contra mujeres, esa información advierte al Estado sobre el grado de riesgo que
la situación acarrea (en consecuencia, el mandato de la Corte IDH busca evitar
la minimización de esas denuncias).
Finalmente, también advirtió el Tribunal sobre el
impacto negativo que tienen los estereotipos de género en el inicio de la
búsqueda de niñas y mujeres desaparecidas. En ese sentido, consideró que la
actitud de las autoridades que intervinieron, quienes habían realizado
comentarios negativos sobre las víctimas y mostraron indiferencia hacia sus
familiares, estaba influenciada por estereotipos de género, lo que contribuyó a
reproducir la violencia que se pretendía atacar y constituyó “en sí misma una
discriminación en el acceso a la justicia”.
Las chicas desaparecen. Las madres denuncian las
desapariciones. La policía o la fiscalía desoyen las denuncias y no buscan a
las chicas. Las encuentran tiempo después, ya asesinadas. Desechados sus
cuerpos. Otras siguen desaparecidas. Como dictaminó la Corte IDH en el caso de
Ciudad Juárez, también en esos casos el Estado es responsable.
Por Mariana Carbajal
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