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martes, 3 de octubre de 2017

¿Ciudad Juárez?


Esmeralda Herrera tenía 15 años la última vez que fue vista con vida, el 29 de octubre de 2001, en Ciudad Juárez, esa zona caliente de la frontera norte mexicana, plagada de maquilas y mafias narco, portal para la emigración legal e ilegal a los Estados Unidos por su estratégica ubicación exactamente frente a El Paso, Texas. Esmeralda trabajaba en un domicilio privado, como empleada doméstica. Cuando al día siguiente su mamá recurrió a las autoridades para presentar una denuncia por su desaparición, le dijeron que tenía que esperar 48 horas. El cadáver de Esmeralda fue encontrado, junto con otros restos humanos, una semana después, el 7 de noviembre de 2001. Por entonces, los informes daban cuenta de que por lo menos 285 mujeres y niñas habían sido asesinadas en Ciudad Juárez desde principios de 1993.
Ciudad Juárez se convirtió a comienzos de este siglo en un símbolo de la impunidad frente a los femicidios, a partir de las denuncias internacionales de ONG que alzaron su voz frente a la sucesión imparable de asesinatos de muchachas, víctimas en muchos casos también de violencia sexual. A las madres que denunciaban las desapariciones de sus hijas les decían que chicas como “ésas” mueren en todo el mundo, o “se fue con el novio”, o “se drogó”. Las pesquisas se dilataban, quedaban en la nada. Y los cadáveres seguían apareciendo.
Cuando la familia de Araceli Fulles denunció su desaparición el 2 de abril en una comisaría de San Martín, zona caliente del conurbano, en la fiscalía que intervino caratularon la causa como “averiguación de paradero”. Como si se hubiera ido por propia voluntad. A los padres de Micaela García, en Entre Ríos, le habían dicho que lo más probable era que la joven se hubiera suicidado.
Por la falta de respuesta frente al femicidio de Esmeralda y de otras jóvenes cuyos cadáveres fueron encontrados en la misma fosa en Ciudad Juárez, en lo que había sido un campo algodonero, el Estado de México fue denunciando y condenado en 2009 por la Corte Interamericana de Derechos Humanos. El histórico fallo fue conocido como Campo Algodonero.
En aquel momento, casi ningún medio –con excepción de PáginaI12– hablaba de los femicidios que se venían perpetrando en el país y de la problemática de la violencia machista: aquí mayoritariamente a manos de la pareja o ex pareja, pero atravesados por el mismo contexto de la discriminación histórica de las mujeres en la sociedad. Ciudad Juárez parecía un paisaje lejano. Hoy corroboramos que los patrones se repiten. Cuerpos descuartizados de chicas del conurbano, enterrados bajo cal, descartados en bolsas de basura en baldíos y arroyos, donde la trama de la narcocriminalidad con protección policial parece el hilo que une estas muertes prematuras. Candela Rodríguez, la niña de 11 secuestrada en 2012; Melina Romero, de 17 años, en 2014; las cuatro adolescentes baleadas en Florencio Varela en febrero –Sabrina Barrientos, de 15, y Denis Juárez, de 14, que murieron masacradas, y sobrevivieron Némesis Nuñez, de 15 años y Magalí Pineda, de 16–; y ahora Araceli, por mencionar solo algunos de los casos que más resonaron en los medios. Las crónicas se ensañan con las víctimas y se regodean en el morbo, sin poner foco en el contexto de la violencia machista que es denominador común. Cuerpos usados y descartados.
El juicio por la muerte de Candela hace agua, a cinco años del crimen. Una exhaustiva investigación realizada por una comisión especial del Senado provincial determinó que “el espectacular accionar policial durante la búsqueda tuvo como objetivo responder a la presión mediática y desviar la investigación del verdadero territorio en que se desarrollaba el caso”. Un botón de muestra. En la causa judicial por el femicidio de Melina Romero no quedan detenidos ni imputados. Tampoco en el expediente de las pibas baleadas en Varela: la causa ni siquiera tiene fiscal.
El cadáver de Araceli se encontró en la casa de Darío Badaracco, de 29 años, quien la había visto con vida por última vez. El joven declaró varias veces en la fiscalía a cargo de Graciela López Pereyra. En el camión del corralón donde trabaja Badaracco se encontraron rastros de ADN de la chica. Su domicilio ya había sido (mal) allanado, antes de que se hallaran sus restos ocultos bajo materiales de construcción. Un policía que participaba de los rastrillajes es hermano de dos de los siete detenidos en el caso. Otro botón de muestra.
La Corte IDH dijo en muchas oportunidades que los Estados tienen un deber de diligencia reforzado en casos de violencia de género, en función de las obligaciones que surgen de la Convención Interamericana para prevenir, sancionar y erradicar la violencia contra la mujer, conocida como Belén do Pará. ¿Cuántos operadores de la Justicia en el país la habrán leído y estudiado? ¿Cuántos la aplican? Tiene rango constitucional desde 2011.
“En casos de violencia contra la mujer las obligaciones generales establecidas en los artículos 8 y 25 de la Convención Americana (de DD.HH.) complementan y refuerzan, para aquellos Estados que son parte, con las obligaciones derivadas del tratado interamericano específico, la Convención de Belém do Pará. (...) De tal modo, ante un acto de violencia contra una mujer, resulta particularmente importante que las autoridades a cargo de la investigación la lleven adelante con determinación y eficacia, teniendo en cuenta el deber de la sociedad de rechazar la violencia contra las mujeres y las obligaciones del Estado de erradicarla y de brindar confianza a las víctimas en las instituciones estatales para su protección”, dijo la Corte IDH.
El Estado mexicano fue condenado por no investigar las desapariciones de mujeres y garantizar impunidad a sus autores. En el fallo de Campo Algodonero, el tribunal resaltó que, en cuanto toman conocimiento de la desaparición de una mujer o niña, las autoridades tienen el deber de iniciar de inmediato una búsqueda exhaustiva, y deben presumir que están con vida.
También están obligadas a considerar el contexto en el que ocurren los hechos. En Campo Algodonero, la Corte IDH consideró que existía una práctica extendida de violencia contra mujeres y niñas, y ese contexto exige “un deber de debida diligencia estricta frente a denuncias de desaparición de mujeres”. Si se atiende a un contexto de violencia generalizada contra mujeres, esa información advierte al Estado sobre el grado de riesgo que la situación acarrea (en consecuencia, el mandato de la Corte IDH busca evitar la minimización de esas denuncias).
Finalmente, también advirtió el Tribunal sobre el impacto negativo que tienen los estereotipos de género en el inicio de la búsqueda de niñas y mujeres desaparecidas. En ese sentido, consideró que la actitud de las autoridades que intervinieron, quienes habían realizado comentarios negativos sobre las víctimas y mostraron indiferencia hacia sus familiares, estaba influenciada por estereotipos de género, lo que contribuyó a reproducir la violencia que se pretendía atacar y constituyó “en sí misma una discriminación en el acceso a la justicia”.

Las chicas desaparecen. Las madres denuncian las desapariciones. La policía o la fiscalía desoyen las denuncias y no buscan a las chicas. Las encuentran tiempo después, ya asesinadas. Desechados sus cuerpos. Otras siguen desaparecidas. Como dictaminó la Corte IDH en el caso de Ciudad Juárez, también en esos casos el Estado es responsable.

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