En 1693, Catalina de Villarroel, esposa de Don Pedro Álvarez, declara en su testamento el haber puesto demanda de divorcio ante un juez eclesiástico en los siguientes términos: “Declaro que yo soy casada y velada de segundo matrimonio con Pedro Álvarez, y por los malos tratamientos que me ha hecho le tengo puesta demanda de divorcio ante el juez eclesiástico y durante la dicha demanda no hago vida con el susodicho: decláralo así para que conste.”32 Sabemos de Catalina de Villarroel que es ciudadana de la ciudad de Santiago. Ser ciudadana durante el tiempo de la colonia era tener una posición acomodada, ya sea por la situación marital en la que se encontraba (casada con encomendero o comerciante español o criollo), o bien, por el linaje al que ésta pertenecía. Sabemos que Catalina de Villarroel era criolla, según nos lo revela su propio testamento “natural del valle de San Martin de Quillota”33, ya que en aquellos años (1693, año en que está escrito su testamento), la mujer mestiza, india o negra, estaba lejos de poder optar a la condición de ciudadana dado la hibridez de su linaje. Tanto en Chile como en el resto del continente, la “mezcla” representaba una suerte de perturbación al clásico patrón occidental del mantenimiento de castas puras.
Desde 1575, año en que España asume los postulados del Concilio de Trento, la vida pública y privada del Imperio Español se rigió según los estatutos que éste postulaba. Un año después, en América, oficialmente, se establece que “el vínculo del matrimonio es perpetuo e indisoluble”29. Desde ahí, “un nuevo ordenamiento legal y moral, le dio al matrimonio un nuevo sentido ético y lo transformó en fundamento de la sociedad católica”30. Sin embargo, es curioso que pese a esto, en el caso de América Latina, las demandas de divorcio, la figura definida como la negación misma del matrimonio, hayan sido tan recurrentes y tan exitosas, sobre todo en las colonias más pequeñas como en la chilena. En Perú y México –países donde se asentaban ambos virreinatos españoles– el porcentaje de denuncias que reclamaban divorcio y que en forma efectiva se aprobó, fue significativamente menor que en el Reino de Chile.
Los profesores Cavieres y Salinas nos informan que de 622 casos de divorcio presentados al tribunal eclesiástico entre 1699 y 1899, el 75% fueron hechos por mujeres, las cuales reclamaban en su mayoría situaciones de adulterio, abandono, malgasto de sus bienes por parte de sus cónyuges y, como en el caso de Catalina, maltrato físico. Son las prácticas discriminatorias y de subordinación, sustentadas en las representaciones sociales vigentes, las que explican la violencia en contra de la mujer.
La situación de la mayoría de las mujeres del período colonial, desde el punto de vista cultural y jurídico, era precaria. No podemos olvidar que en el relato bíblico la mujer es originada desde la “costilla de Adán”, como una parte que salió de él, sin especificidad, sin existencia independiente, que aunque parte de él, estaba destinada a representar la alteridad, relegada automáticamente a un estatus de subordinada.
El maltrato hacia las mujeres era un tema común para los tribunales eclesiásticos coloniales. Julio Retamal relata en su artículo que a fines del siglo XVII la evidencia de maltrato de maridos hacia sus cónyuges era abundante. Citando a un pariente de una agredida como testigo de los documentos judiciales de Talca, éste afirma que el esposo “la miró con poco respeto y menos amor”35, agregando luego: “ella le temblaba de miedo… porque la maltrataba mucho de obra y de palabra”.
El matrimonio se constituye en las colonias como una forma de disciplinar las costumbres y la vida sexual, a la imagen de lo que se hacía en la metrópolis. La mujer no tenía mayor injerencia en elegir con quién se casaba, de hecho “bastaba solamente con la voluntad del padre para desposar a la hija, sin que se requiera el consentimiento de ésta”36. Las leyes de derecho canónico, impulsadas por Alfonso X, establecían que la mujer no tendría mayor injerencia en la toma de decisiones con respecto a su futuro, establecía también que la edad mínima para contraer nupcias era de los 7 años de edad37.
El matrimonio religioso perduró como único válido en Chile hasta la segunda mitad del siglo XIX, momento en que se instituye el matrimonio civil. El matrimonio religioso podía ser declarado nulo exclusivamente por la Iglesia, aunque aun así éste no perdía su carácter de indisoluble, ya que una vez declarado nulo ninguno de los dos implicados podía contraer segundas nupcias por la iglesia, salvo que mediara una dispensa.
La situación de este lazo indisoluble tuvo un lento desarrollo en Chile. Recién el año 2004 se legisló sobre el divorcio. Vale la pena destacar que a esa fecha, Chile era de los pocos países en Latinoamérica que no tenía una ley que regulara dicha situación. Las razones de ello se encuentran en el rechazo absoluto de parte de la iglesia católica cuyo veto impidió durante mucho tiempo discutir incluso sobre la idea de legislar sobre el tema.
La ley vigente hoy establece dos causales para divorciar. Éstas son:
1) Violación grave de los deberes y obligaciones del matrimonio o para con los hijos, siempre que ello convierta en intolerable la vida en común. La ley detalla los casos que pueden ser estimados como violación grave, como atentados contra la vida o malos tratos graves contra la integridad física o psíquica del cónyuge o alguno de los hijos; conducta homosexual; trasgresión grave y reiterada de los deberes propios del matrimonio, como el abandono continuo o reiterado del hogar; condena ejecutoriada por la comisión de crimen o simple delito; alcoholismo; drogadicción y tentativa de prostituir al cónyuge o a los hijos.
2) Cuando hay separación de los cónyuges y uno o ambos, de común acuerdo, demandan judicialmente, solicitando el divorcio. En el caso que sea uno de los cónyuges quien demanda el divorcio se requiere que éste pruebe que entre ellos ha existido una separación de, a lo menos, tres años, salvo que el demandante, durante este período de separación, no haya cumplido con la obligación de pagar alimentos al otro cónyuge o a los hijos comunes, en cuyo caso no podrá demandar.
Parece curioso que desde que Chile existe, primero como colonia y luego como república, recién en el siglo XXI se haya proclamado una ley que regula para siempre las separaciones entre las parejas, y lo que es mejor, da la posibilidad de rehacer la vida desde el punto de vista legal.
El punto uno es el que estipula la agresión física y psíquica al cónyuge. Según antecedentes obtenidos desde el Sernam39, la violencia ha estado siempre presente en Chile, sobre todo en las comunidades rurales, en el que las agresiones, tanto físicas como sicológicas, aún se justifican socialmente. La cultura rural ha evolucionado más lentamente que en las grandes ciudades. En la ciudad las mujeres pueden acceder más fácilmente al mundo laboral y por ende a su independencia económica. Pese a no existir estadísticas, el Sernam reconoce que el castigo social que recibe la mujer que decide emanciparse y abandonar el hogar debido a los abusos físicos y psicológicos por los cuales sufre, es aún muy alto.
Parece curioso que pese a existir hoy una Ley de Divorcio y pese a que uno de sus puntos principales es la “violación a los deberes” que exige el matrimonio y en el cual la violencia cumple un papel relevante, la violencia intrafamiliar no sea un delito por Ley, controlando el tema de las agresiones solo bajo medidas cautelares. Es esta situación la que permite la permanente presencia de asesinatos de mujeres, esta violencia de género que incluso ha dado lugar a un debate respecto del femicidio.
Hoy podemos ver en Catalina uno de los ejemplos más antiguos de una mujer que, ya en el siglo XVII, sintió la necesidad de emanciparse ante los maltratos dados por su marido, y donde la agresión “formaba parte de un esquema de agresión cultural, valórica e ideológica más amplia y que tuvo que esperar más de tres siglos para que se regularizara y sólo en forma parcial, el tema de divorcio y la violencia dentro de la relación conyugal.
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